RELATO: "CHASCO"

    

    Afuera, el cielo se oscurecía de a poco, uno que otro trueno se hacía escuchar y una llovizna comenzaba a convertirse en aguacero. Adentro, en el lobby desértico del hotel barato en donde me encontraba, hacía más frío conforme pasaban los minutos. Yo me encontraba sentado junto al mostrador de la recepción que también funcionaba como cantina. 
    
    El recepcionista-cantinero me tendió un tarro de cerveza, y me dijo:

    —¿Y qué le ha parecido la ciudad? —Era un sujeto alto, de unos treinta años; tenía el cabello rizado, casi rapado, y unas entradas bastante pronunciadas.

    —Bonita —respondí—. Aunque demasiado ruidosa para mi gusto. Se me hace dificil conciliar el sueño con tanto ajetreo por la noches allí afuera. ¿Es que nadie duerme?

    Se rió, dando a entender que no era la primera vez que le decían aquello.
 
   —A mí también pasó cuando llegué —declaró—. Ya te acostumbrarás. Un par de meses y estarás durmiendo como un bebé.

   Bebí un largo trago de cerveza.

   —¿Por qué está tan solitario el lobby? —Le pregunté.

   Y él dijo:

   —Es mediodía. A esta hora hay poco movimiento por acá. Los inquilinos suelen ser parejas que buscan algo de acción, usted me entiende...

    Y en ese momento fue cuando el sonido de unos pasos provenientes de la escalera que se encontraba a mi espalda rompió el silencio que imperaba en aquel lugar. Él alzó la vista por encima de mi hombro derecho mientras los pasos se escuchaban cada vez más cerca. Él sonrió de forma amigable. Y, entonces, ella se sentó a mi derecha, a tres bancos de distancia. Se trataba de la mujer más..., más... ¿cómo decirlo?, tal vez "hechizante" sea la palabra que más se acerque a lo que quiero transmitir. Tenía el cabello negro y lacio; su piel era pálida e irradiaba delicadeza ; sus labios carnosos lucían rosáceos sin ningún rastro de labial... Y sus ojos... Ah, sus ojos felinos... eran de un color verde-amarillo. 

   Ella se acercó lentamente. Llevaba puesto un jeans ajustado que dejaba al descubierto un par de pantorrillas que tenían pinta de haber sido esculpidas por Dios mismo. 

    Ella dijo:

    —Román, sírveme un poco de café, por favor.

    —¿Una noche dura? —Replicó mientras se disponía a servirle el café.

    —Todas las noches son duras.

   El cantinero-recepcionista colocó una taza ante aquella mujer y la llenó hasta el tope de café. De inmediato, ella cogió el recipiente que contenía el azúcar y vertió cinco cucharadas en la taza. Luego preguntó cuánto debía pagar.

    —La casa invita —dijo él.

    —Como sigas así, te despedirán un día de estos.

    Él sonrió, y dijo:

    —Los dueños de este hotel deberían pagarte a ti por... —y volvió la mirada hacia mí.

    Lo entendí a la perfección. Aquella mujer era un prostituta.

    Entonces, ella volvió el rostro hacia mí como si acabara de percatarse de mi presencia. Me dijo:

    —Hola —y ladeó un poco la cabeza como quien siente curiosidad por algo.

    Le devolví el saludo. 

    Ella dijo:

    —Ese acento... ¿De dónde eres? —se llevó la taza a los labios. 

    —De Venezuela.

    —Ya decía que se me hacía familiar —sonrió—. No es que se me de muy bien eso de reconocer acentos.

     —¿Algún conocido venezolano?

    —Ah, sí —asintió. Volvió a beber café antes de decir—: Las cosas no están muy agradables por allá, ¿eh?

    —Ja; ni que lo digas.

    —El problema es que ustedes cogen todo a la ligera —me dijo—. A nosotros nos hacen todo lo que les han hecho a ustedes y créeme que nuestros políticos no la cuentan.

    Román, el cantinero-recepcionista, sonrió.

    —Pues, por eso estoy aquí —le dije, y ambos sonreímos.

    Me llevé el tarro a la boca mientras ella le pedía a Román algo para alegrarse el día.

    —Bueno..., podría propocionarte un buen café estilo escosés, bastante cargado de whisky.

    —¿Del whisky barato que sirven aquí? No, gracias. Me refiero a algo para esnifar.

    —De eso, nada.

    Entonces, ella me miró.

    —¿Y tú, veneco?

    —¿Yo, qué?

    —¿Tienes algo para esnifar?

    —¿Uh? —Quise parecer inocente.

    —¿Algo para empolvarme la nariz?

    —Eh..., llevo conmigo un compacto de mi exnovia.

    Ella y Román se rieron.

    —Cocaína, imbécil.

    Sonreí y negué con la cabeza.

    —Que pena —dijo.

    Yo llevaba quince días ahogado en el despecho, producto de la ruptura de mi relación amorosa de más de tres años. El alcohol ya no apaciguaba mi tristeza, nada parecía llenar el vacío que aquella mujer del infierno había dejado en mí. Nunca he sido de andar con prostitutas, pero ante aquella situación, ¿qué mejor camino podía tomar?

    Bebí un largo trago de cerveza, vaciando el tarro, y ella dijo:

    —Vaya, alguien tiene sed.

    Le dije:

    —¿Cien dólares te sirven?

    Sonrió, bebió café y luego me dijo:

    —¿Desde cuando se esnifan los billetes?

    Sonreí antes de decirle:

    —¿Cuánto de tu tiempo puedo tener?

    Ella me miró con cierta picardía.

    —Dudo que tengas demasiado aguante, así que el tiempo no importa.

    Román dejó escapar una pequeña carcajada.

    —Eh, Román, ¿no te parece que ese ha sido un golpe bajo?

    —Vaya que sí.

   —Creo que tu amiga necesita que le enseñen un poco.

   Él soltó una risita, y dijo:

   —Creo que es mejor que los deje a solas —alzó las manos como quien se da por vencido, se dio media vuelta y se alejó.

   Ella bebió un poco de café y yo le dije:

   —Me llamo...

    Me atajó:

    —No hace falta.

    Apuró su café y se puso de pie. La miré de arriba abajo. Era hermosa. No sé cómo es que una mujer así termina inmiscuída en la profesión más antigua de la historia.

    —¿Cuál es tu habitación? —Preguntó.

    —La número diez.

    —Esperáme allí. Iré a por mi bolso. —Declaró y se echó a andar hacia la escalera. Yo me dediqué a mirarla mientras se alejaba. ¡Vaya par de piernas! ¡Vaya culo! 

    Cuando entró a la habitación yo yacía acostado en la cama con la ropa puesta. Cerró la puerta y frunció el ceño. Colocó su bolso sobre un viejo buró de madera que estaba ubicado debajo de la tele.

    —Siempre he desconfiado de las bases aéreas para televisores. Siento que esas cosas se vendrán abajo de un momento a otro. Y supongo que las probabilidades de que eso acurra aumentan en un sitio como este. —Dije con la mirada clavada en la tele. 

    —¿Viniste a follar o a hablar de televisores que se caen?

    —En realidad..., no sé a qué he venido.

    Ella se volvió rápidamente hacia mí. Me dijo:

    —Sentimiento de culpa.

    —¿Perdón?

    —¿Hace mucho que terminaste con tu novia?

    —Quince días.

    —Ya veo... ¿Fue una relación larga?

    —Poco más de tres años.

   Frunció la nariz de cierta forma que resultó tierna y chistosa. Y entonces se quitó la camisa, cegándome con la hermosa palidez de su abdomen plano. Sus senos estaban cubiertos por un hermoso brasier de encaje de color negro. Dejó caer la camisa en el piso y se acercó a la cama.

    Me dijo:

    —¿Dónde están mis cien dólares?

    Señalé el buró.

    —En la primera gaveta —dije.

    Se volvió hacia el buró, abrió la gaveta y cogió el billete que yacía doblado en su interior. Yo me dediqué a contemplar su espalda. Me resultaba extremadamente sexy la especie de canal que se formaba en su columna, y esos dos hoyuelos en  la zona inferior. 

    —Muy bien, ahora si podemos proseguir con lo nuestro. Y descuida, ese sentimiento de culpa es normal cuando nunca se ha estado con una puta. Se te pasará a penas la polla se te ponga dura.

    —¿Cómo sabes que nunca antes...?

    —Se nota —dijo, quitándose el jeans.

    Su braga, también de color negro y de encaje, se me hacía sumamente provocativa. Se sentó en la cama, dándome la espalda mientras terminaba de sacarse el jeans.

    —No tienes que comenzar de una vez si no quieres —le dije.

    Terminó de sacarse el jeans, se volvió hacia mí y me dijo:

    —¿Y qué se supone que haremos? ¿Hablar?

    —Pues..., me parece una buena idea.

    Sonrió.

    —Eres una ternurita —me dijo—. ¿Y sobre qué quieres que hablemos?

    Alzó la vista hacia el televisor, y preguntó:

    —¿Sobre Casino Royal?

    —Ah, sabes como se llama la película.

    —Soy lo que soy, no una ignorante, querido.

    Me reí.

    —Y bien... —le dije—, ¿qué opinas de la película?

    —Pues, que me gusta mucho Daniel Craig como James Bond. Eso del super agente cara-bonita al que no podían siquiera hacerle un rasguño era ridículo. Prefiero mil veces la rudeza de esta versión.

    Mientras hablaba me le quedé mirando atentamente, contemplandola, bebiéndome su belleza.

    —Así que te gustan los hombres rudos.

    —La verdad no —hizo una pausa—. De ningún tipo.

    Ladeé la cabeza.

    Y ella dijo:

    —Prefiero a las mujeres —se mordisqueó el labio—. Y si tienen la rareza de Eva Green, mucho mejor. Por cierto, es lo mejor de la película. Esa mujer es una diosa. De las actrices más infravaloradas de la actualidad. Un pena, la verdad.

    Yo quedé helado ante su confesión. Dije: 

    —Cada quien es libre de tener gustos y pasiones, pero... ¿por qué acostarte con hombres si no...?

    —Acepté hablar, pero no de mi vida —replicó, sonriente, coqueta, poniéndose de pie. Y comenzó a desabrocharse el basier. Se inclinó hacia adelante con los dos tirantes colgando a los costados de su cuerpo. 

    Y, entonces, me dejó ver sus senos..., sus hermosos hermosos, redondos y pequeños senos. Excitarme era inevitable ante aquel panorama.

    No sé que notó en mi mirada, pero me dijo:

    —Alguien parece puberto virginal —y sonrió, apoyando las manos y colocando la rodilla izquierda sobre el colchón.

    Sus ojos felinos se posaron en los míos antes de desviarse hacia la derecha, específicamente hacia la mesilla de noche que estaba junto a la cama. Su ceño se frunció al instante. Y emitió una especie de bufido por la nariz. Volvió a clavar los ojos en mí.

    —¿La chica de la foto quién es? —Quiso saber.

    Miré la foto.

    —Es mi ex —le dije.

    Ella emitió un sonido que parecía la mezcla entre una risa y un bufido. Cerró los ojos por un instante antes de decirme que no podíamos continuar con aquello. Salió de la cama y se volvió a colocar el brasier. Yo no entendía por qué la foto de mi exnovia había provocado aquel cambio tan repentino en ella. 

    —Quédate con tus cien dólares —dijo, colocando el billete sobre el buró.

    Entonces yo exigí una explicación.

    —¿La conoces? —Pregunté.  

    Y, colocándose el jeans, me dijo:

    —En vano golpeaste a su mejor amigo. Es por mí que te ha dejado.







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