Hey, tú...
Presta atención...
La siguiente historia trágica que estás a
punto de leer no me ha sucedido a mí, pero me ha salpicado. Y vaya que me ha
salpicado.
Verás, mientras narro lo sucedido, escucho
—a lo lejos— las sirenas de la policía. Vienen hacia acá. Los esperaré sentado
en la acera, fumándome un Malboro.
Como habrás podido notar, mi situación
actual no es la más placentera.
Los policías me llevarán a la comisaría y
me interrogarán. Y durante todo ese tiempo tendré este desagradable olor a
sangre y sesos impregnado en la ropa. Mi nombre saldrá en los periódicos, lo
sé. Pero descuida, me dejarán en libertad. Después de todo, no he cometido
ningún delito.
Presta atención..., pues, la historia
trágica que leerás ahora no me ha sucedido a mí, pero, sin duda, podría
sucederte a ti. Créelo.
Exactamente, cuarenta minutos atrás, Billy,
mi mejor amigo, me decía: "Es jodidamente estúpido". Estábamos en su habitación. Era casi
medianoche. Vine hasta su casa con la excusa de hacer una tarea y hacerle
compañía, pues, han pasado dos días desde que su novia decidiera quitarse la
vida. La encontraron tendida en el baño; se cortó las venas con un bisturí y no
dejó ninguna nota en donde expusiera sus razones.
Billy estaba sufriendo un ataque de
ansiedad. A decir verdad, estaba al borde de un ataque de pánico. Sí, tengo
catorce años, pero sé lo que son ambas cosas. Él no dejaba de mover su pierna
derecha, ni de comerse las uñas, no paraba de sudar y tenía la mirada perdida.
Le dije que debía calmarse.
Él dijo:
—Mi sueño; no podré cumplir mi
sueño.
Entonces, paseé la mirada por las paredes
de la habitación, las cuales están cubiertas por una considerable cantidad de
afiches de jugadores de fútbol, y este momento, por varias salpicaduras de sesos, pero... de eso hablaré dentro de un rato.
Si pudieras ver la cantidad de afiches, dirías que quien duerme allí arriba es un enfermo. Que está obsesionado. Hay tantos afiches allí arriba, y todos
tan amontonados, que se te hace casi imposible saber de qué color están
pintadas las paredes.
Desde el suelo, sobre una alfombra
vinotinto, lo imité y paseé la mirada por los afiches.
Maradona, Pelé, Zico, Michel Platini, Johan Cruyff, Marco van Basten y Franz Beckenbauer.
Eric Cantona y Fernando Redondo.
Eric Cantona y Fernando Redondo.
Zinedine Zidane.
Andrea Pirlo.
Del Piero.
Ronaldo, Rivaldo y Ronaldinho.
Luis Figo y Pauleta.
Roberto Carlos y Cafú.
Nesta y Maldini.
Son muchos los ídolos que adornan las
paredes allí arriba.
Billy sonrió con un dejo de tristeza, y
dijo:
—Oliver Kahn es el mejor arquero que ha
pisado este planeta.
Su mirada siguió recorriendo el mar de
afiches.
Pavel Nedved.
Landon Donovan.
Ryan Giggs.
Michael Ballack.
Makèlèlè.
Lúcio.
Juan Román Riquelme, David Beckham, Thierry Henry, Raúl González, Charles Puyol, Fernando Morientes, Batistuta y Roberto Baggio.
Son demasiados.
Billy y yo no llegamos a ver jugar a la
gran mayoría de las leyendas que adornan las paredes de su habitación —o de la
que era su habitación—, pero sus videos están en YouTube. Y si subes un video a YouTube no morirás
nunca.
Billy dijo:
—Imagina una defensa formada por Cafú,
Maldini, Lúcio y Roberto Carlos. Seguro los delanteros se darían por vencidos
antes de iniciar el partido.
La manera en que se comía las uñas hacía
que también a mí me diera ansiedad. Le dije que debía calmarse.
Y él dijo:
—¿Trajiste lo que te pedí?
—Claro.
Abrí mi mochila y saqué una caja de
cigarrillos marca Malboro. Le aventé uno y luego el yesquero. Con la mano
temblorosa, se llevó el cigarrillo a los labios, lo encendío y aspiró
profundamente. Me aventó el yesquero de vuelta, y yo encendí uno para mí, y me
puse de pie mientras le daba una calada. Caminé hacia la ventana y la abrí para
ventilar el lugar.
Él dijo:
—Yo pondría en el mediocampo a
Makélélé, Redondo, Zidane, Nedved y Ronaldinho.
Volvió a aspirar el Malboro y se pasó la
mano por el rostro sudoroso.
Y dijo:
Y dijo:
—Como único punta, pondría a Ronaldo —soltó
un bufido—. Ese gordo era una bestia.
Cerró los ojos, apuntó con el rostro hacia
el techo y respiró profundo.
—Mi sueño —dijo—. No cumpliré mi sueño.
Billy siempre quiso ser futbolista.
Se mordió el labio inferior y dio otra
calada al cigarrillo.
—Por supuesto que lo harás —le dije.
—No; no lo haré —replicó, negando con la
cabeza—. Ella era mi motor. Mi inspiración.
—Pues, por eso. Lo harás en su memoria.
Sonrió con desgano. Y sacudió la
cabeza.
—No entiendes... —dio otra calada al
cigarrillo—. Yo la maté, Nick.
Fruncí el ceño.
—Eso es imposible —dije con incredulidad.
—Es muy posible, en realidad. No tienes
que cortarle las venas a alguien cuando puedes hacer que lo haga él mismo.
Guardé silencio.
Él continuó:
—La amaba, Nick. La amaba. —Bajó la mirada y se cubrió la boca con la
mano derecha, y permaneció así por un momento.
»Ella estaba embarazada —hizo una breve
pausa y dijo—: Eso no tenía sentido. De ninguna manera. Yo... siempre,
siempre, repito..., siempre, usé condón.
Yo me asomé por la ventana, dándole la
espalda, y miré hacia la calle. Afuera no había más que un vecindario enmudecido, arropado por una fría noche y
silencio. Cuánto silencio.
Le dije:
—Si usaste condón quiere decir
que el padre era otro.
Me volví hacia él.
—Sí, eso se supone... —aspiró el Malboro antes de continuar—: Le dije que era una zorra, y que yo no era ningún imbécil. Que
no intentara embaucarme. Ella siguió enviándome mensajes, juraba que no había
estado con nadie más. Pero la ignoré... Y un día antes de suicidarse, vino a
verme, Nick. Por suerte mis padres ya habían salido de viaje. —Hizo una pausa.
»Tenía los ojos
hinchados de tanto llorar. Me dijo que debía escucharla. Se veía
tan mal que decidí dejarla entrar. —Esbozó una sonrisa nerviosa—. Y me dijo que estaba siendo sincera conmigo, que
había sido el único hombre en su vida...
—Pero siempre usaste condón.
Billy asintió.
—Exacto —dijo.
—¿Y qué pasó?
—Nada; me dijo que no entendía cómo había
ocurrido. Me juró que siempre me fue fiel. Al final, me cansé de escucharla y
la eché de la casa. Le dije que no quería volver a verla en mi vida, Nick.
Estaba furioso y asustado.
—Y..., entonces..., por eso se ha
suicidado —dije con voz atona.
Él asintió.
—Yo la maté.
—No, por supuesto que no lo has hecho
—repliqué.
Y entonces Billy tragó saliva. Metió los dedos
de su mano derecha en el bolsillo de su camisa de cuadros azules y sacó algo,
una especie de bolsa pequeña, y la arrojó en mi dirección. La pequeña bolsa cayó a mitad del trayecto entre él y yo, estaba hecha de un material distinto
al de cualquier bolsa que haya visto, era más pesada, a decir verdad, estaba
hecha de látex.
La pequeña bolsa no era más que un condón usado.
La pequeña bolsa no era más que un condón usado.
Lo miré por un
momento con el ceño fruncido.
—¿Y eso qué es? —le dije.
—Pues, un condón —contestó, dándole una
calada al Malboro.
—Sé muy bien lo que es un condón, pero,
¿por qué coño me has arrojado uno?
—Cógelo.
—¿Te has vuelto loco?
—Cógelo. Está limpio.
Volví a bajar la vista hacia el piso, y
tras un breve titubeo, me agaché y cogí el condón con una mueca de asco
dibujada en el rostro.
Billy volvió a decirme:
—Está limpio.
Y sí, lo estaba.
Supuse que se trataba del
condón que había utilizado cuando perdió la virginidad.
Verás, fue un tal David
Newman, quien comenzó con esta costumbre en el año 2007. O al menos eso dicen.
El punto es que desde entonces todos los chicos de mi secundaría llevan
consigo, dentro de sus billeteras, el condón que usaron cuando follaron por
primera vez. Yo también tengo uno. Es de color azul. El de Billy, en cambio,
es el estándar, transparente y un tanto amarillento. Al menos tuvo la
decencia de lavarlo. Yo también hice lo mismo con el mío. Y, es que, verás, la
costumbre consiste en no lavar el condón, sino en guardarlo dentro de tu billetera
lleno de semen. Pero, una vez un amigo que es tres años mayor que yo me mostró
su condón usado, y el olor del semen, que llevaba poco más de dos días dentro de su
billetera, era tal, que me provocó nauseas.
Si las mujeres llegasen a oler el
semen rancio, jamás nos permitirían corrernos dentro de ellas. Créeme. La raza
humana se extinguiría.
—¿Y qué se supone que debo hacer con esto?
—pregunté, poniendo el condón en alto.
—Observa la punta.
Acerqué un poco el condón a mi rostro.
—No veo nada —le dije.
—Míralo a contraluz.
Me giré a la derecha y puse el condón a
contraluz, apoyándome en luz de la bombilla. Cerré mi ojo izquierdo, en un
intento por ver mejor, y sí, noté algo. Una ligera rasgadura en la
punta, en el receptículo del preservativo. Y, sí, sé muy bien lo que es un "receptículo" (es esa pequeña bolsita que todos los condones tienen en la punta
para retener el semen durante el coito).
Le di una calada a mi cigarrillo, que en ese
momento sostenía con la mano izquierda.
—Ahora lo veo —dije.
Y Billy dijo:
—Lamento no haberlo visto
antes.
Me volví hacia él y, con el condón en
alto, pregunté:
—¿Estás seguro de habértelo colocado de la
forma correcta? Es decir, ¿te aseguraste de que no tuviera aire en su interior?
—Estoy seguro de que no había aire en su
interior —contestó y se llevó el cigarrillo a los labios.
—Pues..., supongo que de una forma u otra
tuvo que haberse roto... A menos que haya venido defectuoso de fábrica.
En el rostro de Billy se dibujo una tenue
sonrisa llena de tristeza.
Yo dejé caer el condón al piso, le di la espalda y
caminé hasta ventana; apoyé mis antebrazos en el alfeizar.
Y Billy dijo:
—Yo la maté, Nick.
—No; no podías saberlo —contesté—. Hiciste
lo que cualquiera hubiese hecho.
—Debí creerle.
—No podías creerle.
Nadie podía.
Entonces, ambos permanecimos en silencio
por un momento, un minuto aproximadamente.
Luego, él rompió el silencio, y dijo:
Luego, él rompió el silencio, y dijo:
—Lamento que hayas tenido que
sostener mi condón —y, con un tono burlesco, añadió—: En cierta forma, ha sido
como si hubieses sostenido mi pene.
Y yo le dije:
—Descuida, ese ha sido uno
de esos momentos que nuestro cerebro desecha automáticamente. Y por cierto, no
tienes nada de que enorgullecerte, esa cosa no llega ni ha doce centímetros.
Él se rió. Y yo le di una última calada a
mi cigarrillo antes de arrojarlo hacia la calle.
—A veces tienes que hacer las cosas cuando
cuentas con la dosis de valentía necesaria en tu interior —dijo—. Lamento que
tengas que presenciar esto, amigo.
—¿Qué cosa? —pregunté, volviéndome hacia
él.
Y en este punto es donde ocurrió lo inesperado.
No sé de donde la sacó. Supongo que todo el tiempo la tuvo escondida debajo del edredón. Una escopeta
Mossberg 500...
Todo sucedió demasiado rápido.
—¡Billy! —grité, y fue todo lo que alcancé
a decir mientras me abalanzaba hacia él en un intento por evitar la tragedia.
Todo sucedió muy rápido. Demasiado rápido.
Se puso la escopeta bajo la quijada y
tiró del gatillo. Sin más. Sin titubeos.
"A veces tienes que hacer las cosas cuando cuentas con la dosis de valentía necesaria en tu interior".
El sonido fue ensordecedor.
Mis ojos se cerraron de manera
involuntaria.
Algo húmedo me salpicó en la cara, y una extraña gota pegajosa me
cayó entre los labios.
¿Puedes imaginarlo?
Al abrir los ojos, me encontré con una imagen que mi cerebro será incapaz de eliminar.
¿Puedes imaginarlo?
Al abrir los ojos, me encontré con una imagen que mi cerebro será incapaz de eliminar.
Trata de imaginarlo.
El cuerpo inerte de Billy yacía tumbado sobre
la cama, en un creciente charco de sangre. Su cabeza, en cambio, se encontraba
esparcida por toda la habitación...
Imagina eso.
En el techo, en los afiches de sus ídolos
futbolistas, en la cama, en el guardarropa, en el televisor, en todos lados
habían salpicaduras de sangre y restos de los sesos de mi mejor amigo, y por supuesto, también en mí.