RELATO: LA MALDICIÓN DE BABE RUTH

La Maldición de Babe Ruth, así le llamaban a la sequía de series mundiales que Los Medias Rojas de Boston cargaban sobre sus hombros desde 1918.
Aquella noche se enfrentaban a los Yankees por la serie de campeonato de la Liga Americana. Los de la gran manzana habían estado arriba a lo largo de toda la serie, ganando los tres primeros juegos. Pero, Boston ganó el cuarto; Pedro Martínez se encargó de cagarle la fiesta a los del Bronx en el quinto, y Curt Schilling -y su tobillo ensangrentado- los dominó en el sexto.
Y, ahora, me encontraba yo, acostado, mirando aquel ilógico séptimo juego que acaba de iniciar.
Y, por supuesto, le  iba a los Yankees. ¿Quién no?, si es el equipo más emblemático de las grandes ligas. Cuando te hablan de beisbol, es lo primero que te viene a la mente. Es el equipo con más series mundiales en el bolsillo. Además, Babe Ruth, Joe DiMaggio, Lou Gehrig, Mickey Mantle, Derek Jeter y Mariano Rivera han vestido ese uniforme.
Kevin Brown se preparaba para realizar el primer lanzamiento cuando ella entró a la habitación. Cerró la puerta, y se sentó a mi lado bostezando.
—Pon otra cosa —me dijo.
—No —repliqué—. Es el último juego.
—El beisbol es aburrido —insistió ella—. Son puros viejos obesos tratando de golpear una pelota con un trozo de madera.
— ¿Y qué sabes tú? —le dije—. Cállate.
Volvió a bostezar, llevándose la mano a la boca con delicadeza. Luego se puso de pie, y la miré salir de la habitación. Iba descalza, llevaba un jersey blanco y un jean azúl marino. Yo era apenas un niño; a ella le faltaban tres o cuatro años para cumplir la mayoría de edad, pero era poseedora de un cuerpo, muy, muy bien moldeado. Buenos senos. Buen trasero. Buenas piernas. La punta de la cabellera lacia y oscura le llegaba un poco más abajo de la cintura.
Johnny Damon había abierto el partido con un hit, llegó a la primera base, y ahora acababa de robarse la segunda almohadilla. Mark Bellhorn se ponchó. Luego, fue el turno de Manny Ramírez, quien bateó hacia el left-field. Damon cruzó como una flecha por tercera base y avanzó hasta el home, barriéndose. Pero Jorge Posada se encargó de ponerlo out, después de un gran corte de Matsui, o Godzilla, como era conocido.
Finalmente, llegó el turno de David Ortíz, un tipo al que apodaban Big PapiEra tan alto, tan corpulento y tan negro, que cuando se paraba en la caja de bateo, parecía un gorila sosteniendo un lápiz.
El primer lanzamiento de Brown fue un intento de curva que se quedó pagando en la zona de poder y Big Papi lo castigó con un tablazo contundente que mandó la bola hacia las gradas del right-field.
Sabía que ese Kevin Brown no tenía huevos para lanzar un séptimo juego, pensé.
Me había envuelto en una sábana cuando ella entró de nuevo. Abrió una gaveta, hurgó durante unos segundos y sacó una barra de chocolate. Rompió el empaque con los dientes mientras subía a la cama y se sentaba de piernas cruzadas.
—Están transmitiendo los comerciales —dijo—. Pon otra cosa.
—No.
Miró el control de reojo. Y, al descubrir sus intenciones, lo cogí primero y lo metí debajo de la almohada. Ella se rió.
—Sabes que podría quitártelo si quisiera, ¿no? —declaró.
—Sabes que no.
Volvió a reír—. ¿Quieres chocolate? —preguntó.
La barra de chocolate estaba dividida en cuadritos pequeños.
—Vale.
Rompió un trocito de dos cuadros y me lo dio. Luego, arrancó otro y se lo llevó a la boca, mientras terminaban los comerciales.
— ¿Quién va ganando?
—Boston —le dije.
—Ni siquiera ha comenzado el juego y ya los Yankees están perdiendo.
—Cállate; no sabes nada.
Ella soltó un bufido, y se llevó otro trocito de chocolate a la boca.
Los Yankees iniciaron la primera entrada sin hacer algo productivo.  El pitcher de Los Medias RojasDerek Lowe, inició de forma imponente, y se encargó de despacharse a los tres primeros bateadores. Cada vez que un bateador era puesto out, ella apretaba los labios y movía la cabeza de lado a lado. Que malos son, decía a la vez que se llevaba un trocito de chocolate a la boca.
Los comerciales iniciaron nuevamente. Ella se estiró, rotando el cuello.
—Que juego tan aburrido—dijo.
—Cállate.
—Por otra cosa —insistió.
—Cállate.
Soltó una risita burlona. Aquello parecía divertirle.
— ¿Por qué no pones otra cosa?
—Porque no.
— ¿Por qué porque no? —preguntó, llevándose un trocito de chocolate a la boca.
—Cállate —dije—. Y dame chocolate.
—Si pones otra cosa —soltó una risita.
—No; es la serie de campeonato.
—Gran cosa… Es la serie de campeonato. Es la serie de campeonato —me hizo burla, con voz chillona.
—Cállate —le dije.
Me lanzó lo que quedaba de chocolate, poco menos de media barra.
Bostezó.
—Empalaga mucho —dijo—. ¿Quieres agua?
—Vale.
Se levantó; caminó hasta la puerta, la abrió y salió.
El segundo inning comenzó con un rolling de Trot Nixon por el short-stop. Rolling que Jeter cogió con toda la facilidad del mundo, y lo puso out en primera. Luego, vino Kevin Millar, que bateó un hit hacia el left-field.
Kevin Brown perdió lo que le quedaba de combustible, y terminó dándole bases por bola a Mueller y a Cabrera. Y, en la televisión se vio cuando el manager cogió el teléfono, llamó al bullpen y ordenó que le mandaran al otro lanzador.
Que mierda, dije. Un abridor que solo dura inning y medio.
Mientras me terminaba de comer el chocolate, Javier Vázquez realizó el típico trote que todo pitcher lleva a cabo desde el bullpen al montículo. Con solo verlo, dije: se fue uno malo, y vivo uno peor. Era evidente que no tenía los huevos que ameritaba el momento y, le temblaban las piernas. Y, solo un lanzamiento bastó para que para que Johnny “Caveman” Damon situara la bola en la tribuna del right-field, y pusiera el juego 6-0.
Que mierda, dije. Malditos lisiados. ¿Cómo se van a dejar ganar… después de tener una ventaja de tres juegos… y en su casa?
La puerta de la habitación se abrió, y ella entró con mi vaso de agua.
—Ten —me dijo.
Cogí el vaso; ella se subió a la cama, y se sentó en el otro extremo. Me tomé la mitad del agua, giré hacia un costado y puse el vaso en el piso.
—¿Por qué esa cara? —quiso saber; no se había fijado en el marcador—. ¿Quién murió?
—Mira —le dije, señalando hacia el televisor.
Se volvió hacia el televisor y sus ojos se abrieron como platos, y dejó escapar una risotada que resonó en la habitación.
Me miró, riéndose, y dijo:
—Te lo dije.
— ¿Tú qué sabes? —repliqué.
—Te dije que perderían.
—Aún no han perdido —dije—. A penas es el segundo inning.
—Es el segundo inning y ya perdieron.
Shh… No me dejar ver bien el juego.
Los Yankees dieron inicio a su segundo inning, y este fue igual de improductivo que el primero. Lowe siguió dominándolos. Uno a uno. Lanzamiento tras lanzamiento.
Bum.
Bum.
Bum.
Strike.
Strike.
Strike.
Out.
Out.
Out.
Malditos inútiles, dije hacia mis adentros. Ni que fuera tan difícil es pegarle a una pelota; hasta un ciego batearía mejor.
Ella volvió a estirarse.
Bostezó y se llevó la mano a la bota. Los ojos se le humedecieron.
— ¿Por qué lloras? —pregunté.
—Porque los Yankees están perdiendo —se rió.
—Cállate; mierda.
— ¿Cuándo llegan tus padres? —quiso saber.
—No sé; están comprando hamburguesas.
—Hmm…
Volteó hacia el televisor mientras se llevaba la mano izquierda a la espalda, y jugueteaba varios segundos, por encima del jersey, con el broche del sostén. Arqueó ligeramente su cuerpo, sus pechos parecieron abultarse. Luego, deslizó los tirantes, metiendo las manos por dentro de las mangas y, por último, metió la mano derecha debajo del jersey y se sacó el brasier. Se rió, y con la mirada fija en el televisor, me lo arrojó.
El brasier me golpeó en la cara. Pude percibir su olor. No era malo; olía como a una mezcla entre talco de bebé y flores.
— ¿Te gusta cómo huele? —dijo.
—Asquerosa —dije, y se lo regresé de la misma forma.
—Ya te gustará —dijo, riendo—. Quita eso —puso voz de fastidio; llevó sus manos hacia atrás, apoyándolas en la cama, y se reclinó, poniendo cara de aburrimiento.
—No.
La luz se reflejaba en ella, y esa postura que acaba de adoptar hacía que el jersey se le pegara al cuerpo; sus senos se notaban, redondos y firmes bajo la tela. Incluso, sus pezones, que eran como pequeñas cerezas, se marcaban debajo de la tela blanca.
Continué viendo el juego.
Boston no hizo nada en la tercera entrada. Los Yankees, por otro lado, hicieron una carrera.
En la cuarta entrada, Los Medias Rojas volvieron a la carga, haciendo dos carreras más, mientras que los Yankees se quedaron en blanco.
Posteriormente, los bates de ambos equipos se apagaron hasta el séptimo inning, en donde los Yankees hicieron par de carreras, poniendo el juego a 8-3.
—Igual no van a ganar —comentó ella.
— ¿Qué sabes tú? —le dije—. Aún quedan dos inning.
— ¿Y?
—En dos inning se puede hacer mucho.
—Bah…
— ¿Qué vas a saber tú?
—Te dije que iban a perder —replicó.
—Aún no pierden.
—Pero lo harán.
—Calla —le dije—; no sabes nada.
Ella dejó escapar un bufido—. ¿Qué sabes tú? —replicó.
—Más que tú —dije yo, y soltó una risita.
Los Medias Rojas terminaron de sacar los out’s restantes del séptimo inning, y en el canal se fueron a comerciales.
Ella volvió a bostezar, se acercó y se acostó a mi lado.
—Tengo sueño —comentó.
—Duerme.
—Cuando pierdan.
—No van a perder.
—Sí lo harán.
—No sabes nada.
— ¿Qué sabes tú?
Se rió.
—Deja de fastidiar —le dije.
Continuó riéndose, y me dijo:
—Eres un niño.
— ¿Y qué? —repliqué.
—Que no sabes nada.
— ¿Y qué sabes tú?
—Más que tú.
Solté un bufido.
—Eres un niño —repitió—. Aún no sabes ni tocarte.
— ¿Ah?
Se rió.
—Deja el fastidio —le espeté.
Soltó una risita—. ¿Nunca te has tocado, verdad? —me preguntó.
Fruncí el ceño. No sabía de qué me hablaba.
—¿Qué cosa?
—¿Qué si nunca te la has jalado? —dijo, mirando mi entrepierna.
Yo fruncí más el ceño.
Se rió.
—¿No? —dijo—; te gustará.
Volví a fruncir el ceño.
Los comerciales terminaron, y Boston volvió a la carga en el octavo; Cabrera bateó un fly de sacrificio para que Doug Mientkiewicz anotara la novena carrera… y, sin que me diera cuenta, ella había deslizado su mano debajo de la sabana y la había metido dentro de mi short.
— ¿Qué te da? —le dije, volviéndome hacia ella, pero sin apartar su mano.
Shh…  —sonrió, mordisqueándose levemente el labio inferior; su mano acariciaba mi entrepierna; sonreía, mirándome a los ojos fijamente—. Shh…
Segundos después, todo a mí alrededor pareció congelarse. Mis oídos se hicieron sordos. Aquella extraña sensación que recorría mi cuerpo, me había sido ajena hasta el momento, pero me gustaba. Era como flotar. Era como alejarse de toda realidad.
Los Medias Rojas no existían.
Los Yankees no existían.
El televisor no existía.
Nada existía. Solo ella. Solo yo.
Ahora toda mi atención estaba concentrada en sus ojos oscuros y brillosos. Sentía una especie de miedo, y podía sentir mi corazón acelerándose de a poco, a la vez que mi  miembro iba endureciéndose entre sus dedos. Aquello parecía gustarle. O, divertirle.
Sonrió de forma pícara.
Bajé la mirada a sus pechos; sus pezones se notaban firmes. Sentí ganas de tocarlos. Ella pereció notarlo.
Sonrió—. Puedes tocarlos, si quieres —me dijo.
Acerqué mi mano temblorosa, y la puse sobre su seno derecho, y este, sobre la tela, se sentía suave. Acaricié su pezón con mi pulgar. Pero no sabía qué otra cosa más hacer. Entonces, ella colocó su mano sobre la mía, y comenzó a apretujarse el seno. Tragué saliva. Me gustaba. La miré; ahora tenía los ojos cerrados, y su pecho se inflaba y desinflaba al compás de su respiración.
Con mi otra mano, toqué su seno izquierdo, y lo apretujé de la misma forma:
Suave, lento, y torpe.
Suave, lento, y torpe.
Suave, lento, y torpe.
—Sí —susurró; su tono de voz había cambiado—; así…
Acariciaba sus pechos, mientras ella jugueteaba entre mis piernas. Luego, procedió a levantarse el jersey con mesura. Ya había visto la piel de su abdomen con anterioridad, pero en ese momento…
En ese momento…
Mis ojos no eran los mismos, y mientras el jersey subía con lentitud y dejaba su piel expuesta, sentí ganas de besar…
…cuando mis padres entraron a la habitación el juego ya había terminado. Ella estaba sentada a mi lado con las piernas cruzadas, y yo estaba acostado, mirando el televisor.
— ¿Quién ganó? —preguntó mi papá.
—Boston —respondí.
—¿Cómo es que desperdiciaron esa ventaja de tres juegos? —dijo él.
Me encogí de hombros con desdén.
—Le dije que perderían y no me creyó —comentó ella.
—Cállate —dije—; no sabes nada —y ella esbozó una sonrisa llena de intención.
Comimos nuestras hamburguesas mientras mirábamos la reacción de los aficionados: unos lloraban desconsolados, otros tenías las manos sobre la cabeza y no creían lo que acababa de suceder, y otros, simplemente, festejaban.
Escuchamos las declaraciones de los jugadores, y vimos cómo los vencedores se bañaban en cerveza.
Vaya noche…
Mi equipo favorito había perdido en casa. Y Después de haber contado con una ventaja de 3-0. Y, lo más doloroso, frente a su eterno rival.
Vaya noche… aquella… en la que La Maldición de Babe Ruth se deshizo… junto a mi inocencia.

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